6 de agosto: La Transfiguración de Nuestro Señor Jesucristo.
Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, y los llevó a un monte
alto, y se transfiguró ante ellos, de modo que su rostro se puso
resplandeciente como el sol y sus vestidos blancos como la luz. En esto se le
aparecieron Moisés y Elías hablando con Él (Mt 17, 1-3).
Todavía estaba hablando cuando una nube resplandeciente los cubrió con y
una voz desde la nube dijo: Éste es mi Hijo, el Amado, en quien tengo mis
complacencias: escuchadle (Mt 17, 5).
Nuestra
vida es un camino hacia el Cielo. Pero es una vía que pasa a través de la Cruz
y del sacrificio. Hasta el último momento habremos de luchar contra corriente,
y es posible que también llegue a nosotros la tentación de querer hacer
compatible la entrega que nos pide el Señor con una vida fácil, como la de
tantos que viven con el pensamiento puesto exclusivamente en las cosas
materiales... “¡Pero no es así! El cristianismo no puede dispensarse de la
cruz: la vida cristiana no es posible sin el peso fuerte y grande del deber...
si tratásemos de quitarle esto a nuestra vida, nos crearíamos ilusiones y
debilitaríamos el cristianismo; lo habríamos transformado en una interpretación
muelle y cómoda de la vida” (Pablo VI, Alocución 8-IV-1966). No es esa la senda
que indicó el Señor.
Los
discípulos quedarían profundamente desconcertados al presenciar los hechos de
la Pasión. Por eso, el Señor condujo a tres de ellos, precisamente a los que
debían acompañarle en su agonía de Getsemaní, a la cima del monte Tabor para
que contemplaran su gloria. Allí se mostró “en la claridad soberana que quiso
fuese visible para estos tres hombres, reflejando lo espiritual de una manera
adecuada a la naturaleza humana. Pues, rodeados todavía de la carne mortal, era
imposible que pudieran ver ni contemplar aquella inefable e inaccesible visión
de la misma divinidad, que está reservada en la vida eterna para los limpios de
corazón” (San León Magno, Homilía sobre la transfiguración), la que nos aguarda
si procuramos ser fieles cada día.
También
a nosotros quiere el Señor confortarnos con la esperanza del Cielo que nos aguarda,
especialmente si alguna vez el camino se hace costoso y asoma el desaliento.
Pensar en lo que nos aguarda nos ayudará a ser fuertes y a perseverar. No
dejemos de traer a nuestra memoria el lugar que nuestro Padre Dios nos tiene
preparado y al que nos encaminamos. Cada día que pasa nos acerca un poco más.
El paso del tiempo para el cristiano no es, en modo alguno, una tragedia;
acorta, por el contrario, el camino que hemos de recorrer para el abrazo
definitivo con Dios: el encuentro tanto tiempo esperado.
El
recuerdo de aquellos momentos junto al Señor en el Tabor fue sin duda de gran
ayuda en tantas circunstancias difíciles y dolorosas de la vida de los tres
discípulos.
El
Señor, momentáneamente, dejó entrever su divinidad, y los discípulos quedaron
fuera de sí, llenos de una inmensa dicha, que llevarían en su alma toda la
vida. “La transfiguración les revela a un Cristo que no se descubría en la vida
de cada día. Está ante ellos como Alguien en quien se cumple la Alianza
Antigua, y, sobre todo, como el Hijo elegido del Eterno Padre al que es preciso
prestar fe absoluta y obediencia total” (Juan Pablo II, Homilía 27-II-1983), al
que debemos buscar todos los días de nuestra existencia aquí en la tierra.
El
misterio que celebramos no sólo fue un signo y anticipo de la glorificación de
Cristo, sino también de la nuestra, pues, como nos enseña San Pablo, el
Espíritu da testimonio junto con nuestro espíritu de que somos hijos de Dios. Y
si somos hijos también herederos: herederos de Dios, coherederos de Cristo; con
tal que padezcamos con Él, para ser con Él también glorificados (Rom 8, 16-17).
Y añade el Apóstol: Porque estoy convencido de que los padecimientos del tiempo
presente no son comparables con la gloria futura que se ha de manifestar en nosotros
(Rom 8, 18). Cualquier pequeño o gran sufrimiento que padezcamos por Cristo
nada es si se mide con lo que nos espera. El Señor bendice con la Cruz, y
especialmente cuando tiene dispuesto conceder bienes muy grandes. Si en alguna
ocasión nos hace gustar con más intensidad su Cruz, es señal de que nos
considera hijos predilectos. Pueden llegar el dolor físico, humillaciones,
fracasos, contradicciones familiares... No es el momento entonces de quedarnos
tristes, sino de acudir al Señor y experimentar su amor paternal y su consuelo.
Nunca nos faltará su ayuda para convertir esos aparentes males en grandes
bienes para nuestra alma y para toda la Iglesia.
Si
nos mantenemos siempre cerca de Jesús, nada nos hará verdaderamente daño: ni la
ruina económica, ni la cárcel, ni la enfermedad grave..., mucho menos las
pequeñas contradicciones diarias que tienden a quitarnos la paz si no estamos
alerta.
Pidamos
a Nuestra Señora que sepamos ofrecer con paz el dolor y la fatiga que cada día
trae consigo, con el pensamiento puesto en Jesús, que nos acompaña en esta vida
y que nos espera, glorioso al final del camino. Y cuando llegue aquella hora en
que se cierren mis ojos humanos, abridme otros, Señor, otros más grandes para
contemplar vuestra faz inmensa. ¡Sea la muerte un mayor nacimiento! (J.
Margall, Canto espiritual), el comienzo de una vida sin fin.
Fuente:
Extracto
del libro “Hablar con Dios”, de Francisco Fernández-Carvajal
www.iglesia.org